Novela no apta
para mentes estrechas, timoratos ni sensibilidades a flor de piel. La lectura
de Nefando es dura y árida; la
propuesta es, iba a decir atrevida, pero creo que salvaje es un adjetivo más
adecuado.
He escuchado
la presentación de una de las libreras de 80mundos durante este periodo de
cuarentena, entusiasta de esta obra, de la editorial y de la autora; y me he
decidido a leerla. Sara me dice que no me conoce bien como para aconsejarme una
lectura porque me llevo libros distintos y que esta obra es “especial”, “muy
dura” por el tema que trata. Le contesto que me gusta conocer, picar en varios
géneros, autores y que no se asuste, que ya sé dónde trabaja. Me brinda una
sonrisa y me voy con el libro a cuestas. Iba a comenzar una novela de Iris
Murdoch pero Nefando me atrae y
cambio el orden.
Desde el
principio se nos va alertando, con la imagen de un circo, de lo que viene a
continuación: el propósito es fijarse en el detalle que todos ocultamos (el equilibrista que
cae haciéndose daño) con grandes mentiras que nos apartan la realidad
(elefantes rosas). Entonces empieza una narración entrecortada
de crueldades incómodas que la escritora nos va presentando sin pudor, con un
descaro que duele.
Iba a comparar
la estructura de la novela con un puzle desfragmentado (un puzle del terror) en
el que las piezas, en forma de entrevistas a cada uno de los habitantes de un
piso de Barcelona, relato macabro de pornografía entre niños (términos aparentemente
contradictorios), testimonios o bibliotecas donde se acumulan historias se van
uniendo y desuniendo para mostrarnos una realidad incómoda y desagradable, pero
que existe; aunque sería más acertado decir que son jirones, desgarros de la
realidad.
El lenguaje
impacta por su crudeza casi siempre, daña con las imágenes que ofrece, que
salpica sin compasión la sensibilidad del lector. No hay espacio para la duda,
la sugerencia, lo sutil, la imaginación:
las palabras nos invaden, nos agreden, nos golpean.
Lo que más me
interesa de la novela son las reflexiones sobre el lenguaje y la capacidad que
tiene este de permitir el conocimiento, la diferencia entre saber lo que se
quiere decir y expresarlo, en poder nombrar y describir lo horrible, lo
indescriptible, lo nefando, como la niña de ocho años que sufre abusos y que
piensa que de mayor adquirirá la capacidad verbal para expresar eso que vive,
que no puede decir (para mí la mejor de las historias por cómo está narrada).
Cuando pienso que ya no se puede contar nada peor, el siguiente fragmento me
pega una bofetada de forma literal (la historia de los hermanos), y después me
tira al suelo (la niña que es encerrada en un baúl) para seguir golpeándome (el
estudiante que se convierte en violador y maltratador de animales), hasta dejarme
KO (la escena del bosque con la sangre de los animales).
Entiendo la
propuesta de la autora, no me deja indiferente ni un momento en la lectura, de
hecho, en ocasiones se me encoje el corazón y me descubro haciendo alguna mueca
que no puedo reprimir, se me corta la respiración incluso. De eso trata la
literatura: de causar emoción (cualquiera que sea) en el lector, de hacerle
pensar, de ofrecerle mundos, pensamientos, alternativas. Es inteligente Mónica
Ojeda, está documentada; nos habla del lenguaje, del arte, de lo más rastrero
del ser humano —con una propuesta que me recuerda a otros autores que
construyeron sus obras fragmentadas (Bolaño, por ejemplo; Cervantes con una
novela dentro de una novela)—, de sexo en términos que perturban por su rudeza
y crueldad. De sexo es esta obra, de sexo violento y pervertido, de sexo
enfermo y putrefacto, de sexo y dolor. Pero… no sé si es necesaria tanta
brutalidad para transmitir la idea, el concepto.
La provocación
está muy bien para un rato, pero los personajes, mirados desde lejos, a veces no
terminan de cuadrarme: jóvenes con una inteligencia distinta, excepcional,
todos con desviaciones en su manera de entender la sexualidad (la escritora que
escribe sobre niños de diez años que realizan todo tipo de perversiones
sexuales, el estudiante que se autolesiona los genitales de manera brutal, el
experto en informática que roba en las Ramblas y al que no le importa colgar
vídeos atroces en la red, los hermanos violados que sobornan al padre por
dinero…). También entiendo que el mundo en el que nos introduce está fuera de
lo convencional. No hay en esta historia ni un ápice de ternura, de amor,
de cariño, de dualidad, de duda o doblez; todo es demasiado categórico.
A menudo se
presenta la duda sobre cómo nombrar las terribles vivencias de las víctimas de
estos abusos; Ojeda las nombra, le pone palabras a la violencia y a la
degeneración, y lo hace muy bien. Los dibujos del final de la obra recalcan
esta idea que planea a lo largo de la novela de que las víctimas no pueden
expresar lo que han vivido.
En un momento
dado la escritora Kiki, sobre el tramo final de la novela, dice: “Para escribir
hay que ser uno mismo, porque es lo único que podemos ser”. Pienso que es una
buena reflexión; tiene varias de estas la narradora; chispas que va soltando
como por ejemplo cuando habla sobre el dolor y el placer que se ve en la
religión (también en eso hay algo de perversión a la que nos hemos habituado).
Por otro lado, recogiendo la oración anterior, reflexiono sobre la posible
sinceridad de la autora a la hora de describir esta procesión de personajes
terribles: ¿quién de estos personajes es? ¿qué parte de cada uno de ellos
posee? Porque es evidente que conoce bien de qué está hablando. (Ya sé que importan poco estas cuestiones desde el punto de vista
literario).
El libro me
causa una tremenda contradicción: no quiero seguir leyéndolo porque en cada página
que paso encuentro una historia que me sobrecoge; necesito continuar con la
lectura porque me interesa conocer en cómo termina y hasta dónde más es capaz
de llegar esta joven narradora. Además, no se puede negar una cosa, y es que la
señora Ojeda tiene la capacidad de atrapar al lector y no soltarlo, hasta
dejarlo sin aliento.
Termino la
novela y encuentro alguna discrepancia en cuanto a la idea de Cuco (narradora);
yo sí creo que las personas que abusan y maltratan sexualmente a niños son
monstruos, no es un acto de “humanidad abyecta” que todos tenemos. Releo el
final, en el que se desvela la opinión de quien escribe, un final en el que
nada se resuelve —es así la vida, no da certezas las más de las veces—, en el
que Ojeda se pregunta si habrá palabras para todo el silencio que ha de venir.
Tengo
curiosidad por saber qué más puede contar esta autora, ¿será capaz de expresar
ternura, amor, sexo consentido y hermoso, palabras amables, personajes
complejos psicológicamente?
Seguramente sí
porque tiene talento, pero creo que tardaré un tiempo en volver a adentrarme en
sus universos.
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