Ahora que
estamos confinados en casa y tenemos tiempo para leer, mucho tiempo, he
decidido darle un tirón a este libro que empecé hace unos días. Debo reconocer
que me sorprende la prosa fácil que tiene la autora, no es ello una crítica ni
mucho menos, más bien un halago, pues recorres las páginas con facilidad. Ya en su primer libro, Historia del ballet y de la danza moderna, Ana Abad nos mostraba
con entusiasmo y dedicación precisamente lo que reza el título de la obra, y
con este nuevo volumen, una extensión de lo que fue su tesis doctoral, nos
pasea por la danza con una nueva perspectiva, la de la exclusión de la mujer
por diversos motivos que va desgranando. El libro está dividido en entornos
geográficos por lo que el lector puede decidir consultar por separado una zona que
le interese más que otra, pero he de decir que hay un hilo conductor en el
discurso que se perdería, sobre todo si obviamos el entorno británico.
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Así,
descubrimos cómo Marie Sallé no sólo fue una gran bailarina que desafió los
cánones de la época, sino que también fue coreógrafa, y que las piezas de la
gran Nijinska se “perdieron” en su mayoría, y las dos que se conservan –unas
joyas- son el germen del neoclasicismo, que la historia atribuye a un varón,
por supuesto. Las envidias y los celos desgraciadamente forman parte de
cualquier actividad humana, también de la danza, y eso ha propiciado muchas
veces el olvido premeditado, la ignorancia (en el sentido de ausencia de
atención) del trabajo.
La lectura ha
sido más lenta, porque me he asomado a algunas de las obras que se mencionan,
invitación que hago a quien lea estas líneas, pues así se comprende mucho mejor
de lo que se está hablando.
Son estas mujeres -Nina
Anisínova, Agnes de Mille, Ruth Page, Mona Ingelsby, Mercedes Quintana, Marie
Rambert, Janine Charrat, Andrée Howart, Ninette de Valois-, las que, a lo largo del
mundo, trabajaron con dedicación y entusiasmo para crear coreografías,
metodologías, para impulsar el arte que amaban a través de compañías de danza y
de dar oportunidades a talentos que, en su mayoría, por ser hombres, tuvieron
el camino más fácil y obtuvieron el reconocimiento que sus antecesoras o
contemporáneas no gozaron.
De todas estas
mujeres es quizás Alicia Alonso de la que más memoria se tiene, indudablemente
su unión con el poder político y su determinación la convirtieron en un
elemento imprescindible para entender la danza en Cuba.
También Vagánova
o Ninette de Valois son figuras ampliamente conocidas, y con un fuerte soporte
de poder detrás sin el cual no hubiesen podido continuar su labor.
Es evidente
que la historia se conserva por la voluntad o no de quien la escribe, y que las
coreografías se conservan o no por la voluntad de quien asume las
responsabilidades artísticas de las compañías, y en eso las mujeres han
sufrido una clara exclusión (a veces perpetrada por las propias mujeres) en
favor de los hombres. Y, en este arte, lo que no se ve, no existe. Debido a
esta ignorancia a muchos hombres se les ha atribuido novedades que ellos
aprendieron, vieron o copiaron de mujeres, pero al no permanecer estas obras
(de mujeres) en los repertorios, el discurso no se puede contradecir.
Interesantísima
la reflexión final sobre cómo se han tratado los datos dentro de la propia
investigación de danza -realizada por mujeres-; la tendencia a analizar todo lo
acontecido a través del prisma male gaze
(mirada masculina) anulaba a muchas mujeres que, a lo largo de la historia, sí
habían realizado un trabajo creativo importante y no se habían contentado con
ser ejecutantes del poder masculino: querer defender una teoría a toda costa
puede, a veces, ser contraproducente.
Es por ello
que se convierte en necesaria la aparición de publicaciones que, como ésta,
reivindiquen el papel que la mujer tuvo en la historia de la danza no solo
como intérpretes sino como generadoras de coreografías, técnicas, compañías de
danza, pedagogías. Si sus obras se han perdido o están mal conservadas, al
menos su recuerdo hará que no se borre del todo su existencia.
Pronunciemos
sus nombres para que otras generaciones sean conscientes del camino que ya hay
recorrido, pronunciemos sus nombres para que no se pierdan en el olvido.